26 de junio de 2013

Dear Esther: "Querida E." por @LukasThyWalls


Querida E.:

El barquero se acaba de marchar. Y ahora no recuerdo si dejé el termo encendido. Da igual, este lugar es fantástico. La fuerte brisa que proviene del horizonte marino trae el aroma a sal a la vez que todo lo impregna. Rocas con ese polvillo blanquecino con textura a azúcar glass, bañadas por las olas que parecen las fauces del mar devorando la dulce orilla, aunque sea todo lo contrario. Las malas hierbas que tienen la suerte de crecer encima de otras se mecen al ritmo del viento, y parecen congeladas con ese residuo blanco que se deja notar. Noto el sabor en mis labios, lo noto en la herida que me dejó el gato el otro día en la mano, lo noto en los ojos aunque lo suficiente para que no se irriten, ya sabes que soy propenso a ello, pero como no es el caso me permiten disfrutar de esta experiencia tan agradable.


Agradable como la sensación de soledad. No hay nadie a mi alrededor, se percibe en el ambiente. No sé si hay animales, en el destartalado faro donde me soltó el barquero y que he dejado atrás no creo que hubiese más que algún insecto. Sólo oigo el silbido del aire moviendo la hierba como si de un mar interior se tratase imitando el sonido del mar con sus olas rompiendo. También oigo las piedras sueltas que machacan mis pisadas, como quejándose de que alguien les ha despertado, y lo que parece un riachuelo al otro lado de la colina. Aire, tierra, agua, parece que falta el fuego, parece que falta la mano del hombre en este lugar... si no fuese por la antena.


La antena recuerda que el hombre ha estado aquí. No sé a quién se le habrá ocurrido estropear un lugar prácticamente virgen con tal monumento a la humanidad, ni si es una antena de telefonía, televisión o a saber que tipo de radio. Lo que sí sé es que sigue viva, una luz roja en el centro de su silueta difusa palpita como el corazón electrónico que un día los hombres le regalaron, a la vez que parece un ojo que en la lejanía todo lo observa. Un monolito a la naturaleza colectiva del ser humano, aquel que cree que vive como una entidad separada, que es realmente independiente, que piensa de forma autónoma, pero donde todos y cada uno de los aspectos de su vida se basa en y por los demás. En serio, E., ni siquiera un cosmonauta varado en el espacio se puede llegar a sentir solo. Maldita sea, es imposible escapar a la conectividad del ser humano, ni del sonido de las notificaciones de las redes sociales que no dejan escuchar los pensamientos de uno mismo, haciendo imposible a veces la labor de desenmarañar el hilo de tu propia psique, y es que en la civilización de la interconectividad, sólo dentro de uno mismo puedes estar perdido.


Perdido y embobado en mis adentros estaba andando por la isla, cuando el ruido del riachuelo me hizo volver a la isla de golpe. Había andado un buen trecho sin casi darme cuenta, y podría haberme hecho daño ya que las piedras del camino dejaron de quejarse bajo mis pies para convertirse en obstáculos alrededor de una pequeña corriente de agua que viaja colina abajo. El viento amaina, el sol parece haberse tomado un descanso y el olor a sal comienza a desaparecer progresivamente sustituyéndose por un ligero olor a agua estancada. Esa desagradable sensación aumenta al bajar aún más río abajo, hasta que la entrada de una gruta aparecía delante de mi. El olor no llega a ser nauseabundo, ya que por un lado el agua del río entra en la cueva, pero por el otro se encuentra con el mar, limpiando el ambiente cerrado. La obertura me anima a entrar, un saliente se introduce en la oscuridad que parece destinarse directamente a las entrañas de la isla.


Las entrañas de la isla revelan mucho más de ella que el árido páramo que había cruzado para llegar aquí. Afiladas estalactitas bajan del techo, apuntando directamente a sus respectivas estalagmitas, convirtiéndola en las horribles fauces de un animal prehistórico que en la roca se había esculpido a través de los siglos. El agua que tenía la mala suerte de quedar varada en la gruta refleja consigo la poca luz con la que se puede ver en el interior, provocando un mosaico de luz azul en el techo, sorteando los afilados punzones de roca, y que hace brillar lo que parece un mineral brillante que todo lo cubre. Es obvio al tacto que esa cueva, por efecto de las mareas, a veces esta bajo el nivel del agua ocultando aquella bestia de roca que apenas tiene unos metros de profundidad, ya que mi camino acaba en una pared.


Una pared que no es una simple pared. En la roca tatuado está unas evidentes señales del hombre, unos dibujos de difícil significado, pero a su vez familiares. Apenas encontré pistas del paso del hombre por estos caminos de la isla antes de entrar aquí, y resulta que el interior de la misma está plagada de marcas, tal vez vivencias, de los viajeros que por casualidad se encontraron abierta las puertas a este lugar, puertas, que no se abren a cualquiera, ellos dejaron estas marcas, posiblemente algunas de buena fe y otras no, siendo más importantes que las señales que se ven en el exterior, las que pueden parecer importantes, pero estas cuentan más de la isla, son cicatrices de lo pasado, de lo vivido, de los que el viento salado del exterior no es capaz de borrar, secretos sólo vistos por los agraciados de estas vistas.


Vistas de la orilla busco al salir de la caverna, y otro sendero que sube hacia la antena me espera. Tal vez debería volver, esperar al barquero, y regresar a comprobar si dejé el termo encendido o no, continuando con el resto de mi vida. O subir el sendero y seguir descubriendo los secretos de esta isla. Pero, querida E., lo que quiero es seguir compartiendo mi soledad contigo, enseñarte las marcas del interior, señalarte las piedras del camino, sentir la brisa salada y descubrir nuevos caminos. Por aquí o como desees.

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